Manuel Hernández Borbolla
El asesinato del periodista Javier Valdez y el atentado contra Sonia Córdova, refleja el horror que se vive en el país y las consecuencias de evidenciar la podredumbre institucional.
¿Ahora a quién mataron? Fue lo primero que me vino a la mente tras ver las primeras reacciones por el asesinato del periodista Javier Valdez, reportero de RíoDoce y corresponsal de La Jornada, quien fue rafagueado mientras viajaba en su camioneta en Sinaloa.
“A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”, tuiteó Valdez el pasado 25 de marzo, tras el asesinato de otra periodista en Chihuahua, Miroslava Breach, casi como una sangrienta profecía.
Ese mismo día, por la noche, nos enteramos de otro atentado contra otra periodista. Sonia Córdova, subdirectora del Semanario El Costeño en Jalisco, sobrevivió de milagro a un atentado con arma de fuego y sólo resultó herida. Pero su hijo asesinado no corrió con la misma suerte tras la balacera.
De ese tamaño es el horror que se vive en México, donde el exterminio sistemático de periodistas se ha convertido en mera rutina, ante la obscena impunidad que prevalece en México y la complicidad existente entre el gobierno y el crimen organizado.
¿Quién sigue? ¿A quién de nosotros matarán ahora? Es la pregunta que a menudo nos hacemos los periodistas mexicanos que hemos optado por seguir documentando casos de corrupción a pesar del peligro que esto implica, a pesar del peligro latente de vivir en un país donde el Estado de derecho ha sido sustituido por la barbarie. Un país donde contar a los muertos por miles y el hallazgo de fosas clandestinas se ha convertido en un asunto cotidiano. Un país donde la violencia crece de manera proporcional a las exorbitantes fortunas de políticos corruptos que han convertido la miseria de millones de personas en un lucrativo negocio, un negocio que las altas esferas de la corruptocracia intentan mantener en secreto.
“Le tengo más miedo, y es más fácil que el gobierno haga algo en contra de nosotros, del periodismo que hacemos, a que lo haga el narco”, afirmaba Valdez tras publicar el que sería su octavo y último libro: Narcoperiodismo, la prensa en medio del crimen y la denuncia.
“El principal problema que tenemos para el ejercicio periodístico es la autoridad. Es una clase política hija del narcotráfico, intolerante, peligrosa, poderosa, coludida con la delincuencia organizada, con criminales de toda índole”, comentó el periodista en entrevista con el diario Reforma, en octubre pasado. “Si el narco tiene este poderío, es porque el gobierno lo ha permitido o porque está sometido, porque no está o porque es cómplice”, aseguraba el autor de la columna Malayerba.
Para efectos prácticos da igual. Los periodistas caen abatidos uno tras otro sin que nadie hasta el momento haya podido frenar esta mortal epidemia de violencia. Las autoridades prometen y prometen, pero los culpables de las agresiones contra periodistas permanecen impunes el 99.75% de los casos, según el más reciente informe de Artículo 19. La impunidad total apenas matizada por unos puntos decimales. Pero además, el informe también señala a representantes del Estado mexicano como los principales agresores de la prensa, incluso por encima de los cárteles de la droga. Una trampa sin salida.
En 2016, fueron asesinados seis periodistas, en el año más mortífero para comunicadores. En lo que va de 2017, el inicio de año más violento de las últimas dos décadas en México, van seis periodistas asesinados. En lo que va del año, al menos dos periódicos (El Mañana de Nuevo Laredo y Norte de Ciudad Juárez) han cerrado por no existir condiciones mínimas para garantizar la seguridad de los periodistas.
¿A quién deberíamos entonces exigirle justicia? ¿Al mismo Estado controlado por gobiernos coludidos con el crimen organizado? ¿Al mismo Estado que asesina civiles desarmados, desaparece estudiantes y encubre a políticos corruptos? ¿Ante quién debemos acudir? ¿Ante el mismo Estado que ha convertido los aparatos de procuración de justicia en un eficaz instrumento de persecución y venganza política? ¿Ante el mismo Estado que espía a periodistas y activistas incómodos? ¿A quién le exigimos justicia? ¿A un presidente cuestionado y hundido en casos de corrupción? ¿A un Congreso secuestrado por los intereses de los partidos políticos?
Y mientras el Estado mexicano se cae a pedazos, la negra historia se repite una y otra vez, y los muertos no cesan. ¿Vale la pena seguir en esto? Es la pregunta que muchos nos hacemos cada vez que un compañero periodista es asesinado en otro de esos días terribles, tan recurrentes, tan difíciles de sobrellevar. ¿Qué sentido tiene arriesgar la vida si la gente no reacciona? ¿Qué caso tiene enfrentar la censura, las presiones, los golpes bajos, las amenazas y los atentados, si al final lo que uno publica con tanto esfuerzo y sacrificio pareciera no servir de nada para cambiar las cosas?
Eran las preguntas que yo mismo me hacía hace un par de años, en medio de una profunda depresión donde me llegue a plantear seriamente la posibilidad de abandonar el periodismo tras el asesinato del fotorreportero de Proceso, Rubén Espinosa, quien huyó de Veracruz porque sabía que lo iban a matar. Y lo mataron. De nada sirvió tratar dejar su casa para refugiarse en la Ciudad de México, ni los protocolos de seguridad, ni una chingada.
“No confío en ninguna institución del Estado”, fueron las palabras que dijo Rubén días antes de ser asesinado junto a la activista Nadia Vera y tres mujeres más en la colonia Escandón, el 31 de julio de 2015.
Por ese tiempo, algunos colegas periodistas me invitaron a colaborar en un proyecto para publicar un libro con las historias sobre los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, quienes fueron capturados por la policía y entregados al crimen organizado. Me integré al proyecto pero al poco tiempo lo tuve que abandonar. Me sentía devastado y sin energía suficiente para adentrarme en un estado como Guerrero, poseedor de dos de las cinco ciudades más violentas del planeta, para contactar a los familiares de uno de los muchachos y describir el dolor que queda tras la desaparición de un hijo. El desgaste emocional que eso implicaba era demasiado para mí.
Y es que los periodistas que también cubrimos temas de violencia, no sólo tenemos que vivir con la posibilidad de latente de ser asesinados en cualquier momento, sino también enfrentarnos continuamente al sufrimiento de otras personas, casos donde la violencia que se derrama por todo el país termina por ensuciarnos a todos.
En enero de 2016, dos tipos intentaron entrar a mi departamento cuando los sorprendí forzando la cerradura. Los perseguí hasta la calle, donde abordaron un automóvil oscuro donde un tercer tipo los esperaba para emprender la huida. Tomé las placas, llamé a la policía y presenté una denuncia ante el Ministerio Público, pero de nada sirvió. Las investigaciones nunca condujeron a nada. Como por aquellas fechas había comenzado a investigar algunos casos de corrupción y se habían documentado al menos cuatro casos de allanamiento en casa de periodistas críticas del régimen, solicité el mecanismo de protección a periodistas. Dicho mecanismo consistió en proporcionarme el teléfono del comandante de policía de la zona. Como si eso fuera suficiente para sentirse seguro.
Desde entonces, suelo tomar más precauciones cuando camino por la calle, hablo por teléfono e investigo casos delicados, no exento de cierta dosis de paranoia, que lo hace a uno vivir con la guardia siempre arriba, siempre atento a lo que pudiera ocurrir. ¿Vale la pena?
“Ustedes los mexicanos son un caso raro. En cualquier otro país de América Latina un escándalo como la Casa Blanca hubiera tirado presidentes”, nos comentaba un colega del Miami Herald, un tanto sorprendido, durante una edición de la Conferencia Latinoamericana de Periodismo de Investigación.
Quizá por ello resulta aún más sorprendente que, a pesar del exterminio sistemático que padecemos los periodistas en México, las investigaciones realizadas en México en los últimos años han logrado destapar casos tan grandes como el caso Tlatlaya, la Casa Blanca, la masacre de Apatzingán, las empresas fantasma de Javier Duarte y la red de despojo orquestada en Quintana Roo, el saqueo y sobornos a Pemex, y otros casos en los que han quedado evidenciados los vínculos del mal alto nivel entre el gobierno y el crimen organizado. Y todo, a pesar del enorme peligro que implica ejercer el periodismo en un país que se ubica entre los más violentos del planeta.
Y sin embargo, uno se pregunta cuánto tiempo pasará, cuántos compañeros periodistas serán asesinados y agredidos antes de que el gremio se organice para demandar al Estado mexicano ante la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidadcontra de periodistas y coartar la libertad de expresión. Cuántos crímenes impunes más habremos de seguir aguantando antes de exigir en el extranjero la justicia que no existe en México. ¿Quién será el siguiente nombre que habrá de aparecer en la interminable lista de periodistas asesinados?
“Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”, fueron las palabras de Valdez, que siguen resonando en lo profundo de otra noche triste.
Que nos maten entonces. Porque no nos vamos a callar. Seguiremos sacando a la luz lo que otros intentan mantener oculto. Seguiremos evidenciando la podredumbre. Aunque tengamos que seguir reportando este infierno desde las mismas entrañas de la muerte.
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