Eran alrededor de  las 23:25 hrs. de aquel 18 de julio de 1872. El doctor Gabino Barreda quiso disipar cualquier asomo de duda; acercó la flama de un fósforo a los ojos del gran  Benito Juárez; quería provocar la dilatación de sus pupilas ¡No hubo reacción alguna! ¡El presidente había muerto!
Estaban con él al momento final, su consternada familia;  los ministros Ignacio y Francisco Mejía; los doctores Lucio, Barreda y Alvarado; su yerno, Pedro Santacilia; Manuel Dublán; José Maza;  y el inseparable Camilo.
Casi a la media noche, el veracruzano Sebastián Lerdo de Tejada fue notificado  del deceso. Era necesario hacerlo; en su calidad de Presidente de la Suprema Corte de Justicia, por ministerio de ley y, ante la ausencia de Juárez, él sería el próximo presidente de la República.
Alrededor de las 04:00 hrs. del siguiente día, Crescencio Landgrave y José Villela, ambos notarios, certificaron el acta de defunción del doctor Ignacio Alvarado. La causa de la muerte: “Neurosis del Gran Simpático”; término médico  utilizado hasta 1912 para referirse al infarto del miocardio. A las 09:00 hrs. de este aciago 19 de julio, la diputación permanente ungió a Lerdo de Tejada como Presidente Interino de la República. A la hora siguiente, estruendos   de cañones anunciaron a los ciudadanos de la capital del país que el presidente de la República, que el estadista oaxaqueño había fallecido.
El pueblo comenzó a ocupar desde muy temprano la Plaza de la Constitución y las calles por donde pasaría el cortejo fúnebre hacia el Panteón de San Fernando. Era la nublada mañana del 23 de julio. A las 09:00 hrs., dos ramas: una de oliva y otra de laurel,  adornaron el ataúd en cuyo centro se grabaron las iniciales BJ.
Cuatro cañonazos anunciaron la salida de los restos de Don Benito por la puerta central de Palacio Nacional,  rumbo a su morada última. En el cementerio, 12 oradores despidieron al Gigante de Guelatao: José María Iglesias, orador oficial; seguido por Ignacio Silva, en representación de la diputación permanente; Alfredo Chavero, del ayuntamiento de la capital; Francisco  Gordillo, a nombre de los masones del rito nacional mexicano; y José María Vigil, por la prensa asociada, entre otros. A las 13:45 hrs., después de 21 cañonazos los funerales concluyeron.
Como comentario adicional hay que señalar que, en la cabecera del Benemérito al momento de su muerte en Palacio Nacional se hallaba  un libro de M. Lerminier titulado: Cour’s D’Histoire des Legislations Comparees. En un papel que usaba como separador, de su puño y letra estaba escrito: “Cuando la sociedad está amenazada por la guerra, la dictadura o la centralización del poder, es una necesidad como remedio práctico para salvar las instituciones, la libertad y la paz”.
Su vida se marcó por la adversidad pero su destino fue la gloria. Juárez fue sembrado en Guelatao, germinó en la Capital del Estado de Oaxaca; y junto a la República se convirtió en mazorca.
Tocado por el absoluto fue grande en vida pero, lo fue también en la muerte. Enfrentó impasible su destino.
Hoy le recordamos gratamente, no añorando el tiempo que fue; lo hacemos con la esperanza del tiempo que es; y, de los nuevos tiempos que vienen para México.
A pesar de 146 años de distancia, el Presidente  Benito Juárez late en nuestros corazones, llena nuestra memoria y, tiene que vivir  en nuestros dichos; pero sobre todo, tiene que arraigarse para siempre en nuestros hechos.
Tuíter: @santiagooctavio