La vida cotidiana de las reclusas no es nada como lo pinta la exitosa serie de Netflix

Cuando conocí a Brandy, una vendedora de cocaína con sentencia de 20 años en prisión, lo primero que hizo fue lanzarme una mirada furiosa. “Odio a los periodistas, todos son unos ignorantes”, me soltó, al saludarme, en aquel invierno de 2014, mientras el frío campeaba en el área de visitas de la prisión femenil de Santa Martha Acatitla, en el populoso oriente de la Ciudad de México. “Se creen muy chingones porque escriben de nosotras, pero no saben lo que es estar encerrado”.

En ese momento, no supe porqué querría platicar conmigo, si mi oficio le disgustaba tanto. Intuí que aceptó porque cuando tiempo es todo lo que tienes, cualquier actividad que te saque de la rutina es bienvenida. Lo que sí recuerdo es que la ropa azul que la cubría de pies a cabeza –el color que deben usar las sentenciadas– combinaba con unas brillantes uñas postizas de un tono rojizo. Para asegurarse que yo las notara, Brandy, de entonces 22 años, manoteaba exageradamente y fingía comezón en las mejillas.

Hablamos de todo: de su mamá, sus hijos, su carrera inconclusa como estilista y sobre los 5 mil pesos que ganaba cada quincena por cuidar una narcotiendita. Al final de nuestra plática, me volvió a mirar con odio: “¡No dijiste nada de mis uñas y yo me las pinté para ti!”. Enseguida, se dio la vuelta y me abandonó en el patio. Luego, supe que esa chica que nació en Ecatepec, Estado de México, sufría de un fenómeno muy común en las cárceles para mujeres: el abandono. El 80 por ciento de ellas no recibe visitas familiares ni de amistades, según datos de la Comisión Especial de Reclusorios de la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México. Y para Brandy, que se había esmerado en su arreglo, mi incapacidad para halagarla había frustrado una de sus pocas oportunidades para volver a sentirse importante. No invisible. Humana.

Sakia Niño de Rivera, directora de la ONG Reinserta un Mexicano, dice que ese fenómeno se puede ver cuatro días a la semana en las cárceles de la Ciudad de México: en martes, jueves, sábados y domingo –los días de visita– los reclusorios varoniles tienen largas filas que rodean sus muros. Son novias, madres, esposas, que visitan religiosamente a los internos. En cambio, esos mismos días, pero en los reclusorios femeniles, las filas siempre son más cortas y menos nutridas. El usual ver pocos hombres, a veces solo niños, hijos de las reclusas.

Esas condiciones de abandono se repiten en todo el país. Unas 9 mil 400 mujeres que viven privadas de su libertad en México, aproximadamente el 5 por ciento de toda la población penitenciaria. A diferencia de la ficticia Penitenciaría Federal de Litchfield, de la serie de televisión Orange Is The New Black, en México no hay prisiones de mínima seguridad: hay 389 cárceles a nivel nacional y, para mujeres, hay 15 estatales, tres militares y dos federales con algunos módulos de máxima seguridad, según los datos más recientes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).

“Las cárceles, como cualquier otro sistema social en México, está impregnado de machismo”, asegura Saskia Niño de Rivera, especialista en mujeres en reclusión. “Por ejemplo, yo que llevo años estudiando el fenómeno de las secuestradoras, nunca he visto una mujer cabecilla de banda. A ellas se les asigna el rol femenino, por ejemplo, cuidar a las víctimas. Y cuando hay operativo y arrestan a la banda, ellas van a prisión por la misma cantidad de años que los hombres. La diferencia es que a ellos siempre los visitará la abuela, la mamá, una novia fuera de la cárcel. A ellas, las dejan en el abandono”.

Se trata de una población creciente: mientras la población de hombres ha crecido en los últimos ocho años un 17 por ciento, la de mujeres aumenta al 56 por ciento, de acuerdo con datos del INEGI. En orden, las mexicanas que están en prisión llegan hasta esa situación por lesiones, homicidio, robo, fraude o posesión de droga con fines de venta, como Brandy.

Ella, esmerada en su arreglo, pagadora de una cuota ilegal para que la dejen usar uñas postizas y labial, esbelta a fuerza de correr diario en el patio de la prisión, se sinceró conmigo cuando dijo que todo lo que veía era fachada. Que ningún reportero podrá escribir lo que pasa realmente en una cárcel femenil, porque eso se tiene que vivir siendo tres cosas que este país no tolera: mujer, pobre y delincuente.

“La comida siempre huele mal. Dormimos en el piso, sobre el cemento y luego se hacen charcos. Y a veces es mejor, porque las colchonetas tienen chinches. No hay agua en el drenaje y, bueno, ni te cuento cuando acá todas tenemos la regla. Es horrible”, me contó y su relato empató con el diagnóstico que hizo la CNDH: hacinamiento en las celdas de hasta 246 por ciento, extorsión en el 100 por ciento de los penales, prostitución en 20 centros penitenciarios, castigos denigrantes, condiciones sanitarias inhumanas, falta de medicinas, y un largo etcétera.

Su testimonio tiene poco que ver con la exitosa serie de Netflix: en las cárceles mexicanas no hay clases de yoga cerca de extensos prados verdes donde las internas aprenden herbolaria y después de un largo día se van a espaciosos dormitorios con literas con limpios colchones y prístinas sábanas. La versión real y mexicana es cruda, indigna y, según la ONG Equis Justicia para Mujeres, es ilegal, porque no cumple con el mandato constitucional de reinsertar a las internas en la sociedad. Quien aquí duerme, dijo Brandy, se acostumbra a que la traten como animal, no como ser humano.

Aquel invierno, Brandy se despidió de mi y nunca quiso saber más de mi. La busqué por distintas vías y siempre rechazó verme. Lo último que supe de ella es que sigue durmiendo en la prisión femenil de Santa Martha Acatitla y que sigue usando largas y brillantes uñas postizas, incluso en los días en que no hay visita.

Me gusta pensar que Brandy no quiere verme porque ya no necesita halagos de extraños como yo. Que ahora es chuleada por una familia que ya no se olvida de ella, como le pasa a miles de mexicanas en reclusión.

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