Casi 500 millones de pesos diarios. O 20 millones de pesos por hora. Esas son las pérdidas récord registradas por Pemex y la CFE en el primer semestre del 2018.

Y es que a la par de la SCT, PEMEX y la CFE son las dos coladeras más grandes de fondos públicos del gobierno federal.

Lo son sin duda por su naturaleza como ejes en el manejo de los energéticos y sus multimillonarios contratos.

Pero también porque asientan los más elevados pagos de canonjías disfrazadas de asignaciones, gastos corporativos o conquistas sindicales.

Sin duda por ello el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, eligió lo que considera una equilibrada triada que incluye a la técnica Rocío Nahle para Energía, al administrador Octavio Romero para PEMEX y al político Manuel Bartlett para la CFE.

El mensaje es que desde el ala técnica se revisarán las reformas energéticas, mientras que desde la administrativa y la política atacarán el huachicoleo real y el oficial, los gastos corporativos y las prebendas sindicales.

Es cierto que esas pérdidas por 84 mil millones de pesos solo en el primer semestre inciden en dos factores: el alza de los precios de los combustibles y el deslizamiento en el tipo de cambio. Una mezcla mortal.

Pero también en Pemex, con una caída del 26 por ciento en la producción de gasolinas, lo que obliga a compensar el significativo faltante con importaciones.

Y en la CFE, el impacto del precio del gas, fundamental en la generación de una energía eléctrica, que a pesar de las promesas de las reformas, nada más no refleja su prometida baja en el recibo que le llega al consumidor.

Digan lo que digan los puristas financieros, desde hace cinco años se cometió el error estratégico de acabar privatizando de facto el sector energético para dejarlo en manos extranjeras. Aquí también, como en el acero y la banca, cedimos por completo la soberanía.

Por mas productores de crudo que presumamos ser ante el mundo, de poco sirve si el 76 de por ciento de las gasolinas que se despachan en México vienen de los Estados Unidos.

Y ni qué decir del estratégico gas, del que importamos el 60 por ciento para cubrir su demanda para la producción industrial y de energía eléctrica.

Con frases como “no es negocio refinar” y “es más barato importar el gas que extraerlo”, crece nuestra dependencia de aquellos a quienes en Texas les compramos la gasolina que aquí dejamos de refinar y el gas que también abunda en el subsuelo de este lado del Río Bravo. Para ellos sí es negocio; para nosotros, no.

La consecuencia es que con tan elevadas importaciones atamos la política energética con la política económica, facturándole a los consumidores los platos rotos.

Si a eso le sumamos refinerías existentes abandonadas en su mantenimiento, el imparable huachicoleo, las cuestionables asignaciones directas en compras de gas a precios inflados y trabajadores defendiendo prestaciones de las que ningún otro mexicano goza, el coctel es explosivo.

Y para cerrar el círculo vicioso, directivos que hacen de su puesto una ínsula de dispendios y de corrupción con cargo a las paraestatales o a inversionistas privados. Remeber al oculto Emilio Lozoya, el insoluto Caso Odebrecht o el oscuro expediente por estallar de Oro Negro.

Por eso se explica que más allá de los técnicos, en el gabinete energético se incluyan dos rudos. Porque lo primero que hay que hacer es cerrar urgentemente las válvulas de tanto huachicoleo corporativo. Están sin control.

* Esta opinión no refleja la del periódico