Si no fuera porque es demasiado evidente pensar que es un montaje, uno tendría la sensación de que cada vez que se escucha al presidente electo decir que respetará a los otros poderes, está haciendo una de esas declaraciones que hay que hacerlas pero que en el fondo todos sabemos que es de imposible cumplimiento.
Este país es México, está en el norte de América y el presidencialismo es absoluto.
La otra república, la del norte –la que durante doscientos años fue el modelo a seguir– pasó más de ciento veinticinco años legislando para limitar los poderes del presidente. Y eso que fue parida en medio de los dolores del absolutismo y que los Padres Fundadores esculpieron, tanto en la Declaración de la Independencia como en la Constitución, todos los correctivos para impedir que el país acabara convirtiéndose de un sólo hombre, como hoy parece tener la tentación el héroe de Twitter, Donald Trump.
Sin embargo, para nosotros el Tlatoani es lo más cercano a Dios. Es verdad que es sexenal, pero es uno.
Por eso cuando se ve la lucha que va a haber, no entre el poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial, sino por encontrar su papel cada uno de ellos, resulta hasta tierno.
El problema no es que el presidente se lo quiera comer todo, el inconveniente está en que todos los demás poderes se han acostumbrado a comer lo que les deja.
Ahora nos encontramos aquí, no solamente con la necesidad del autolímite presidencial, sino con la excitación de ejercer su papel más allá de las palabras y de los textos de los poderes judiciales y legislativos.
¿Puede existir una iniciativa legislativa que sea diferente del programa que prometió y con el que ganó de manera tan arrolladora el presidente? No, salvo que el presidente, en este training general que está teniendo de gobierno, cambie las ideas que se creían en la campaña electoral. Y que ahora, viéndolas funcionar por la vía del hecho y no del derecho –porque hasta el primero de diciembre este no será su gobierno– le permita cambiar algunos planteamientos.