La presidencia inmaculada comienza a dar signos de debilidad.

En el Informe de López escuchamos los mismos slogans, buenas intenciones y muchas mentiras, pero nada que permita creer que vamos camino a la prosperidad. No escuchamos acciones tendientes a revertir la fuga de capitales o fomentar la llegada de la inversión extranjera brindándole seguridad jurídica; nada escuchamos del fracaso de la lucha contra la corrupción donde se reportan cero sentencias por temas de corrupción. 

Es un lugar común decir que tenemos un presidente popular. Es como si la popularidad explicara todo. Andrés Manuel López Obrador es popular y, por ende, las críticas a su Gobierno son de un pequeño círculo de elitistas resentidos. El pueblo sí sabe lo que quiere. La comentocracia sólo busca descarrilar el proyecto del presidente más popular de las últimas décadas. Ésa es la narrativa oficial: popularidad como impunidad. Popularidad para no exigirle cuentas al Ejecutivo. El problema es que la popularidad no lo explica todo. Bueno, incluso en muchas ocasiones no es sinónimo de valentía o voluntad de cambio. Quien quiere cambiar las cosas toca intereses y raspa a más de alguno. La popularidad es la capacidad y el margen de maniobra de un gobernante para cambiar la realidad. No es un tesoro que hay que abrazar con celo o como un arma arrojadiza contra la oposición. La popularidad también puede ser espejo de un gobernante que decidió tomar el camino fácil. Que no se atrevió a reformas profundas en temas que dividen como los derechos, la educación o la fiscalidad. La militarización es un ejemplo. De acuerdo con los datos de Buendía y Laredo, una mayoría de los mexicanos considera que es positivo reforzar el papel del Ejército en el combate a los criminales. El presidente pudo haber apostado por el largo camino de construir un cuerpo civil que combatiera la violencia, pero prefirió utilizar la popularidad de los militares. No tiene nada de valiente. Era la vía fácil, aunque eso contradijera al otrora crítico de la militarización. O la prisión preventiva oficiosa. Estar en contra de esta aberrante figura no es popular, pero es lo correcto en una democracia que busca garantizar el estado de derecho. El presidente es también popular porque ha decidido no salirse de los grandes consensos nacionales. Es un gobernante eminentemente demoscópico. No hace nada que las encuestas no validen. Por eso, el inquilino de Palacio vive obsesionado con las encuestas. En la mañanera habla más de ellas que de la violencia. El problema es que las encuestas comienzan a esbozar un desgaste de su Gobierno e incluso de su credibilidad. Hay cuatro datos que son ilustrativos de esta tendencia. Primero, el presidente goza de simpatías, pero su Gobierno no es bien visto. De acuerdo con el Financiero, una mayoría de mexicanos reprueba al Gobierno en la gestión de la economía, la inseguridad y el combate a la corrupción. Es un presidente que sigue conectando con una mayoría de mexicanos, pero esto no supone una aprobación de las decisiones que está tomando desde Palacio Nacional. Segundo, es tiempo de exigir resultados. De acuerdo con los datos publicados por Buendía y Laredo en El Universal, seis de cada 10 consideran que es tiempo de que el presidente dé resultados. Suficiente “beneficio de la duda”. Son 20 puntos más que en enero. La paciencia se está agotando en una parte muy amplia del electorado. Tercero, se profundiza la división de clases. Tanto Buendía y Laredo, como El Financiero y De Las Heras, apuntan a una concentración de la aceptación del presidente en los estratos socioeconómicos bajos y en ciudadanos de la tercera edad. La diferencia de aprobación presidencial entre clases sociales se mueve entre los 19 y los 25 puntos. Es innegable que la brecha de aceptación se ensancha con el paso del tiempo. Un fenómeno así vivió Brasil durante los daños de Lula como presidente. A esta diferenciación socioeconómica hay que añadir la regional: hay estados como Jalisco o Guanajuato que reprueban a AMLO, mientras que el sur mantiene un apoyo sin fisuras al presidente. Consulta Mitofsky ha registrado con claridad estas variaciones regionales. Cuatro, al menos la mitad de los mexicanos considera que el presidente miente o que no dice toda la verdad. Este dato no es menor. Una de las preguntas interesantes de la encuesta de Buendía y Laredo fue: ¿Cree que el presidente dice la verdad o la maquilla? La mitad de los encuestados contestó que la maquilla. Vemos una clara polarización. Los segmentos más fieles al presidente siguen creyendo que es honesto y habla con la verdad, pero una parte del electorado ya comienza a dudar de la retórica presidencial. Es un dato revelador contra la gran fortaleza del discurso presidencial: no somos iguales. Un error que tenemos es creer que la popularidad lo explica todo. Qué tan popular es un gobernante se ha convertido más que en un medio para cambiar las cosas, en un fin en sí mismo. López Obrador se vende como un gobernante valiente, pero la realidad es que no ha tocado ninguna estructura seriamente: ni la económica, ni el pacto de impunidad, ni la política. El presidente ha alimentado a través del discurso populista las grandes pulsiones que dominan la idiosincrasia nacional. Es un gobierno innegablemente hábil en la retórica, pero poco asertivo en la política pública. Al final, la realidad todo lo alcanza. Y las encuestas ya muestran que la presidencia inmaculada comienza a dar signos de debilidad. 

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