Hombre solitario en el palacio, mudo testigo de lo que pudo haber sido y nunca lo fue.

Juan Manuel López García.

Gabriel García Márquez, escritor colombiano ganador del Premio Nobel de Literatura en el año de 1982, escribió en el año 1975 “El otoño del patriarca”, una novela que concibe la soledad que se experimenta cuando se está a punto de dejar el poder y que con las debidas licencias del inolvidable Gabo, intitula mi columna. Si alguien se toma la molestia de leerla, se encontrará con muchas analogías con lo que sucede cuando el tiempo de las presidencias llega a su fin, al otoño del sexenio, y hallará muchos parecidos con los protagonistas de la historia como Bendición Alvarado, Manuela Sánchez, Patricio Aragonés, o Saturno Santos. El mandato del presidente Andrés López entra en el otoño de su vida, es el otoño del patriarca fundador de Morena. El presidente se ve cansado, hastiado de su trabajo; en la ceremonia del grito, trataba de disimular su evidente cojera apoyándose del brazo de la señora Gutiérrez, distraído, olvidándose por completo del protocolo, sin corresponder al saludo militar, saludando como civil, como si lo que quisiera más fuera irse a su rancho y olvidarse de tanto brinco en su camino que resultó peor que de terracería. Al igual que cuando rindió su cuarto informe oficial de gobierno en uno de los corredores de palacio, solo, con sus mas fieles -o supuestamente fieles-, esa soledad se le nota desde lejos, y me trae el recuerdo de otra novela; ésta, de René Avilés Favila y que se llama “El gran solitario de palacio”. Andrés López en el otoño de su mandato está solo. No hay quien le de consejos, que lo asesore, que le evite seguir desbarrando y cometiendo error tras error sirviendo solo de manjar para sus críticos; y si quiso alguna vez ser el mejor presidente de la historia, la realidad le dirá exactamente lo contrario. 

 Sus incondicionales parecieran ser protagonistas de aquella película de Sara García y Joaquín Pardavé de 1941 que se llamaba “Cuando los hijos se van”. Así, Claudia, Marcelo, Andrés y Ricardo el hijo pródigo, van tejiendo sus propias urdimbres en su caminar en pos de la silla que habrá de heredarles el patriarca, olvidándose de él, concentrados en sus ambiciosos y muy personales proyectos. El Presidente López está triste. Su proyecto quedará en eso, un proyecto más; ni hubo, ni hay, ni habrá transformación alguna; todo fueron discursos y promesas; lo que en cuatro años no se hizo, en los últimos dos del sexenio será imposible. 

Vendrá otro que quizá no siga su mismo proyecto; que quizá se convierta en su principal persecutor y aunque se pretenda aislar allá donde quiere irse, hasta allá llegaran los gritos de millones de pobres que perdieron la fe y la esperanza en él, y sobre todo, no podrá escaparse de los reclamos de su propia conciencia, porque en aras de no ser como los otros, resultó peor que los otros y dejará el país en peor estado de como lo recibió. No supo, no quiso o no pudo. El otoño del patriarca, el gran solitario de palacio, cuando los hijos se van, tan reales como las vivencias de Andrés Manuel en su despacho, balcones, salones, patios, jardines y corredores de palacio, donde se pasa la mayor parte del tiempo el hombre solitario, mudo testigo de lo que pudo haber sido y nunca lo fue.

Jugadas de la Vida.

La blasfemia y los juramentos en vano son ilegales en Michigan.

Twitter. @ldojuanmanuel