El florecimiento de Natalia Lafourcade

EL PAÍS

CARLOS SALINAS MALDONADO

México – 16 NOV 2022. Natalia Lafourcade se ha hundido en la amargura del sufrimiento, como en las aguas saladas del mar, para salir de él más fuerte, viva, florecida. Eso es lo que quiere transmitir la artista mexicana en su nuevo álbum, De todas las flores, hecho bajo la producción de Adán Jodorowsky. La intérprete ofrece sus sentimientos como una flor abierta en doce canciones que son un viaje interno, hechas como un bálsamo para curar no solo el amor que se va, sino también la pérdida, la soledad, la melancolía y el vacío, pero que también son una fiesta que celebra la vida. Se trata de su primera producción con canciones propias desde 2015, cuando el álbum Hasta la raíz tuvo un éxito abrumador y el aplauso de la crítica. Si en ese disco Lafourcade quería gritarle al mundo con intensidad, desesperada, el dolor de una pérdida amorosa (“te perderás dentro de mis recuerdos por haberme hecho llorar”, cantaba), en este nuevo trabajo la desdicha del amor que se acaba se acepta como un proceso de aprendizaje, doloroso, pero necesario, el abono para que algo nuevo surja. “Que se vuelvan polvo todos los dolores / y los queme el fuego /y vengan nuevas flores”, canta Lafourcade en María la curandera.

Este nuevo trabajo muestra que Natalia Lafourcade es una de las mejores intérpretes que tiene ahora México. Después de explorar con éxito en álbumes anteriores el legado musical de su país, el folclore latinoamericano, sus propias raíces, Lafourcade quería producir un disco con canciones propias. Arropada por sus propios sentimientos, se entregó a la escritora de las canciones en su refugio de Veracruz, pero el álbum fue grabado en doce días intensos en un estudio de Texas, en cinta analógica y sin ensayos previos. “El disco fue creado en un clima de absoluta intimidad y concentración”, cuenta. Se trata de un trabajo muy notable, donde la música nostálgica, los acordes suaves, se mezclan con los sones afrocubanos. De hecho, en Canta la arena, Lafourcade cuenta con la compañía de la guitarra del estadounidense Marc Ribot, gran admirador y promotor de la música tradicional cubana.

La explosión de emociones tatuadas en las canciones del disco comienza con toda una declaración de intenciones. En Vine solita Natalia Lafourcade asegura que se aferra a la vida, que sabe que es ingrata y efímera, con sus dolores y angustias, con sus pérdidas y sueños truncados, con su inevitable camino hacia la muerte, pero también con sus placeres y dichas. “A este mundo vine solita. Solita me voy a morir”, canta. Ella ha descrito esta canción “como un pacto” consigo misma tras comprender, de forma dolorosa, por la muerte de un sobrino, que “la vida es un hilo que se puede romper en cualquier momento”. Al dejar claro que está dispuesta a vivir con plenitud, Lafourcade ofrece luego un sensible y hermoso viaje por sus sentimientos. Las primeras canciones del disco hablan del desamor, son esa catarsis que necesita para decir adiós. Pasan los días es una muestra potente de eso. Es la historia del amor que debe dejar ir, aunque aún haya sentimientos. Es una decisión difícil para ella, la “ruptura de una relación que en su momento fue una maravilla, pero después se volvió tormentosa”, explica sobre la canción. Admite la pena que le causa ese desprendimiento (“Y dime cómo hago para respirar en este mundo tan vacío que queda en mí”) y en otra canción, Llévame viento, la necesidad de esconderse, de correr sin rumbo, de llegar a un lugar donde pueda olvidar lavarse las heridas (“viento, llévame donde la bruma no pueda encontrarme. Donde los pájaros canten y el agua me salve”).

Rota como estaba por el fin de esa relación tormentosa, Natalia Lafourcade decide ella misma unir los pedazos para sanar. Como el animal que lame sus propias heridas, buscó refugio en las playas de Veracruz, donde nació y también pasó los días del encierro por la pandemia, se sumergió en ese mundo de sal, de olor a mango y guayaba, de son jarocho e intimidad, para preparar el brebaje de la recuperación y dejar ir el pasado. La segunda parte de su álbum es el camino de ese sanar. El lugar correcto es un homenaje a Veracruz, un agradecimiento a esa tierra que le enseñó, explica Lafourcade, “el momento en que pude ver a la distancia, con claridad y agradecimiento, la esencia de mis procesos personales”. Para ella, Veracruz, con el romper acristalado de las olas en la playa, las caricias eróticas de las palmeras, el murmullo plácido de la brisa tropical es “un silencio necesario” para “escuchar al corazón hablar de la verdad”. Una vez quemado el dolor, la mujer rota da paso a la renovada, dispuesta nuevamente a querer, a entregarse a nuevas pasiones. El disco se torna juguetón, alegre, invita a quien escucha a mover los hombros. Porque ahora el amor no duele, sino que es algo que se debe disfrutar como un buen bailongo, sin importar de quién te enamores, el género o la raza. Así, asegura en Mi manera de querer: “En mi manera de querer no hay maquillaje / en mi manera de querer no hay filtros ni error / es algo simple, pero profundo / amor sincero que en este mundo ya no me importa si se comprende”. Y más adelante, cuando la canción toma más movimiento, Lafourcade lanza un guiño a una discusión muy actual: “No me importa si eres hombres o si eres mujer / yo te veo como un ser de luz de cabeza a los pies”.

La última parte, la más conmovedora del disco, es una conversación de la artista con la muerte. “Le doy gracias a la muerte / por enseñarme a vivir / por enseñarme a salir / a descifrar bien mi suerte”, recita Lafourcade al inicio de Muerte. Acepta la artista que morir es parte de vivir, que en algún momento todo se acaba. Pero no lo acepta como un lamento, sino como algo necesario que te hace entender que hay que disfrutar la vida: “De haber mirado a la muerte/ es que hoy camino la vida con la fe y el alma encendida”. Porque el disco recoge otro momento difícil de Lafourcade: la muerte de su sobrino, Nicolás, a quien dedica la canción que cierra el álbum, Qué te vaya bonito, Nicolás. Recuerda una canción de cuna, en la que arrulla a un niño al que le dice que no tenga miedo de emprender un viaje de no retorno. Ella misma quiere que ese viaje sea como una fiesta que celebre la vida, con los recuerdos que quedan y sus risas. “Que se lleve el viento nuestro llanto y dolor”, canta, “que en las estrellas te encontremos, por favor”, le pide la artista al despedirse de él. Es un adiós hermoso, un cierre que enternece, pero que lejos de ser triste deja una sensación de placidez, la satisfacción de haber escuchado una docena de canciones que, como un hermoso ramillete de flores variadas, reconforta, alegra y consuela.