Solución Bukele, o entre García Harfuch y el Ejército

EL PAÍS

JORGE ZEPEDA PATTERSON

Observar la imagen de más de mil torsos desnudos cubiertos de tatuajes y doblados con la cabeza rapada al piso, vigilados por guardias encapuchados y de riguroso negro, provoca sensaciones encontradas. Por un lado, la inconfesable sensación de alivio que genera la certeza de que esa noche y las que siguen, los ciudadanos no se encontrarán con ninguno de esos prisioneros al final de un callejón. Pero en los pliegues de esa satisfacción yace también un pensamiento inquietante; la foto remite a un arrebañamiento de masas sometidas al poder del garrote, una imagen asociada a un estado fascista.

Entre estas dos sensaciones resulta evidente que la primera termina predominando. O de qué otra manera explicar los niveles de aprobación de 90% (datos de febrero) de Nayib Bukele, el presidente salvadoreño, responsable del combate frontal a las bandas criminales de su país. En enero, el mandatario inauguró la prisión más grande del mundo, con capacidad para 40 mil detenidos, denominada Centro de Confinamiento del Terrorismo, nombre que despeja cualquier duda de la actitud del Estado en contra de los delincuentes. Ese día Bukele tuiteó: “¿Podrán dar órdenes desde adentro? No. ¿Podrán escapar? No. Una obra de sentido común”.

Sentido común o no, lo cierto es que son palabras e imágenes apreciadas por la mayor parte de los ciudadanos de su país, hartos de la violencia. Detrás de los niveles de aprobación de los que goza Bukele se encuentra el vertiginoso descenso de la criminalidad en El Salvador. De una tasa de 106 muertos por cada 100 mil habitantes en 2015, la peor en el mundo, cayó a 7,8 en 2022, similar a la de Estados Unidos. La magnitud de este cambio puede advertirse al compararse con las cifras de México: entre 30 y 29 asesinatos por cada 100 mil habitantes al iniciar el sexenio, 28 en 2021 y podría descender a 25 este año, todavía de los más altos entre los países de su tamaño e importancia económica: el promedio en Europa es 1. De continuar la tendencia de los primeros meses de 2023, El Salvador podría terminar el año como el país más seguro del continente, afirman sus autoridades.

A cambio de esta “tranquilidad”, los salvadoreños han decidido entregarle a Bukele muchas otras cosas. El presidente disolvió el parlamento, impuso el estado de excepción que permite tratar a cualquier sospechoso como terrorista, con las consiguientes irregularidades en materia de derechos humanos, modificó las leyes para reelegirse y somete sin miramientos a la prensa crítica. Y no obstante, la gente vota entusiasta por él. La pacificación no se ha traducido en una mejora de la situación económica, pero la caída en las extorsiones que padecían los negocios, el incremento en el turismo y la calificación positiva de agencias internacionales, dan alas a las promesas del Gobierno en el sentido de que ahora cosecharán la anhelada prosperidad. Habrá que ver.

El modelo Bukele, afirma The Economist esta semana, no es del todo exportable por las peculiaridades de este pequeño país de poco más de 6 millones de personas y superficie similar a la de Nayarit. Pero dígaselo a los políticos que comienzan a surgir en Centroamérica y el Caribe prometiendo algo similar.

México no tiene los niveles de violencia que catapultaron a Bukele, pero sí un hartazgo acumulado tras varios lustros de impotencia frente a la inseguridad y existen regiones de violencia extrema que emulan a la del país centroamericano. No veo a un Bolsonaro o a un Bukele en el trayecto a la elección presidencial de 2024, pero, si la situación de inseguridad no mejora, podría existir tal riesgo para la de 2030 o incluso para la consulta de revocación de mandato en 2026 o 2027. En proporción de 9 de cada 10, los salvadoreños apoyan a quien les ha quitado libertades esenciales. Es muy fácil juzgarlos, pero no deberíamos. Lo que habría que hacer es impedir a toda costa llegar a ese callejón sin salida, en el que nos veamos obligados a elegir entre tan terrible melón o sandía.

Frente a tal riesgo, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha recurrido al Ejército, hasta ahora con carácter poco más que presencial. En teoría, frente a una escalada de la violencia o una exasperación ciudadana extrema, los militares y su despliegue en cuarteles por todo el territorio, se activarían y afrontarían la amenaza, evitando así el arribo de un político de corte fascista que quiera “profitar” del miedo frente a la inseguridad. Algunos se preguntan si el remedio resulta casi tan dañino como la enfermedad, a juzgar por la proclividad de los militares a violentar los derechos civiles.

No veo que Claudia Sheinbaum o Marcelo Ebrard, los más probables sucesores en el Gobierno de la 4T, compartan el entusiasmo de López Obrador por los generales en materia de inseguridad. En la Ciudad de México, Sheinbaum ha propiciado una alternativa más articulada en términos policiacos, no militares, apoyando a un policía profesional, Omar García Harfuch. Por su parte, Ebrard, quien fue secretario de Seguridad Pública en la capital, no ha escondido su inclinación por una opción civil para enfrentar el problema.

La pobreza de la oposición para generar propuestas convincentes o cuadros atractivos de cara a las mayorías, tarde o temprano, hará del tema de la inseguridad pública y el miedo un filón irresistible. En Estados Unidos y en Europa la ultraderecha ha ganado espacios, y en algunos casos el poder, explotando el temor a la migración y a las importaciones de China; ¿cuánto tardarán las derechas mexicanas en pulsar la tecla que explota el miedo a sicarios y extorsionadores?

Cuando llegue un Bukele, no será un reaccionario de derechas necesariamente, sino un joven atractivo, de verbo fácil y sentido común a flor de piel, genio de las redes sociales y carismático, capaz de prometer y convencer a muchos de su capacidad para producir soluciones mágicas. En Brasil surgió emparentado con el propio Ejército a través del militar retirado, Jair Messias Bolsonaro.

Obviamente, lo mejor sería resolver el problema de la inseguridad pública desde ahora, algo que no está sucediendo o no a la velocidad con la que se necesita. Si los gobiernos de la 4T o los intereses democráticos, cualquiera sea su tendencia, no desean ser sorprendidos desde este flanco, tendría que construir sus propias respuestas; los cuadros capaces de competir con argumentos convincentes y de presencia políticamente atractiva frente a los Bukeles. Y, para eso, necesita de los Harfush de los que pueda dotarse. No digo que sea él, precisamente, pero sí su equivalente. Políticos-funcionarios con experiencia y resultados en este campo, competitivos en las urnas. Algo, menos ser presa fácil de los encantadores de serpientes, que los habrá.

Cuenta de Jorge Zepeda Patterson en Twitter: @jorgezepedap