Un misterio llamado Chabelo

Héctor De Mauleón

“Un domingo sin Chabelo no es un domingo”, decía Jacobo Zabludovsky, y de algún modo tenía razón. Sorprende el alud de recuerdos que la muerte del “animador infantil”, Xavier López, Chabelo, suscitó, por ejemplo, en las redes.

El fallecimiento de Chabelo suscitó un fenómeno inesperado. De los chistes a consecuencia de su longevidad, miles de personas pasaron de golpe al reino dorado de su propia infancia. Durante los días inmediatos a la muerte llovieron escenas, anécdotas, recuerdos. Hoy sabemos que el programa más visto de México fue el de un adulto de pantaloncillos cortos que se fingía niño.

¿Por qué? De momento no importan las respuestas. Chabelo estuvo en los hogares de México desde mucho antes de que saliera al aire su programa canónico, En Familia, que generaciones de mexicanos presenciaron tercamente, ritualmente, durante inimaginables 48 años.

Chabelo es el inicio y el auge de la televisión mexicana. Uno de los símbolos de esos días en los que todo México veía las mismas cosas en unos cuantos canales. Yo tengo ya todos los años del mundo e incluso allá, hasta donde llega mi memoria, está Chabelo con El Pecas y El Hormiga en un programa en blanco y negro.

Todos ellos eran técnicos de Televicentro. Manejaban las cámaras, los cables, “los fierros”. De repente los pusieron a hacer cosas para la pantalla chica, entre ellas la sección “Lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer”, que tal vez era lo mismo que “Mi conciencia y yo”, no lo sé bien. En todo caso, un programa que propalaba virtudes éticas y cívicas.

Veíamos a la pandilla, por ejemplo, jugando futbol en la calle: de pronto rompían los cristales de la ventana de una casa vecina: tocaban el timbre para avisar a los dueños y hacerse cargo del desperfecto. Eso era, nos decían, “lo que se debe hacer”. Más tarde la escena se repetía, idéntica, pero, luego de romper los cristales, todos echaban a correr para evadir responsabilidades. Era “lo que no se debe hacer”.

El extraordinario guionista Manuel Ajenjo –a fines de los sesenta hizo el clásico de la televisión, Ensalada de locos; más tarde tramó la exitosa serie “La carabina de Ambrosio”; hoy es el genio detrás del punzante El privilegio de mandar– fue uno de los grandes amigos y compañeros de trabajo de Chabelo.

Ajenjo recuerda que el futuro animador tuvo un padre muy severo, “de esos de cinturón y esas cosas”; recuerda que, muy joven, tuvo que vender cigarrillos en el Hipódromo de las Américas, y que a cambio de una comisión iba a comprar a la taquilla los boletos de los apostadores. Recuerda que el padre del actor tuvo un casino en León, Guanajuato, y que más tarde puso un bar en Chicago, Illinois. Dice que Chabelo le contó que en tiempos de la guerra de Corea fue reclutado para hacer prácticas militares en un campo de El Paso, y que ahí sufrió el bullying del oficial encargado de su instrucción.

Practicante de lucha grecorromana, jugador de futbol americano, aspirante a médico general, el muchacho llegó a vivir a la calle de Acapulco, en la colonia Condesa –la misma donde vivía quien pronto iba a volverse uno de sus grandes amigos: Juan José Gurrola.

Un vecino de la calle, Andrés de la Garza, llevó a Xavier a trabajar como técnico en Televicentro. Ahí se volvió floor manager del programa que conducía el locutor Ramiro Gamboa: el futuro Tío Gamboín, otra de las instituciones de la televisión de esos días.

El resto es de sobra conocido: en el programa –creo que era El Club Quintito– se escuchaba la voz de un niño que nunca aparecía a cuadro. Ajenjo recuerda que aquella voz intrigaba y fascinaba al público. Fueron tantas las llamadas de que televidentes que preguntaban que quién hacía aquella voz, que el productor Carlos Salinas Saucedo quien decidió llamar a Xavier a escena.

Fue Salinas Saucedo quien decidió el traje infantil con que Xavier López iba a ser conocido. Ramiro Gamboa, me relata Ajenjo (a quien por generación debo algunas de las carcajadas más estentóreas de mi vida), tenía a la mano un libro de chistes, en el que aparecía una rutina entre padre e hijo. El hijo se llamaba Chabelo.

Todo se decidió y el éxito fue instantáneo. Vino una gira internacional y luego un programa diario: “Media hora con Chabelo”, que duró varios años. Ahí aparecía la sección de la que hablé líneas arriba y cuyos fragmentos se hallan en la prehistoria, las cuevas rupestres de mi memoria.

Chabelo fue una presencia inevitable en la televisión: “Discoteca Orfeón”, “La Hora Raleigh”, “Domingos Herdez”. Está en los albores, los balbuceos de la televisión. Relata Ajenjo que la gente le reclamaba al encontrarlo de noche, por ejemplo, en Gitanerías: ¿Cómo era posible que “el amigo de todos los niños” anduviera en los antros?

“La gente se lo apropió, se apoderó de él. En Televicentro se congestionaban las llamadas –cuenta Ajenjo–. Y él se creyó su papel porque, tras lo traumático de su infancia, aquel papel le permitió encontrar al niño que había en su cabeza: porque el adulto era, en realidad, un niño auténtico”.

“Salir con él era desesperante –prosigue el guionista–. Mientras el Loco Valdés groseramente se comía las servilletas y los papeles de la gente que le pedía autógrafos, Chabelo no le negaba nada al público: fotos, autógrafos, abrazos, apretones de mano: era propiedad de ellos. Solo así me explico una permanencia de tantos y tantos años”.

No me gustó nunca En Familia con Chabelo. Las intervenciones de este en el cine mexicano siempre me parecieron grises. Pero pocas veces reí tanto como en aquel sketch con César Costa en La Carabina de Ambrosio, en el que, bizarramente, el muñeco Pujitos metía en la maleta a su ventrílocuo, o en aquellos otros en los que Chabelo se cacheteaba de manera inesperada con el inolvidable Héctor Lechuga. Perdónenme, estoy tonto.

Las reacciones tras su muerte, la serie de historias que esta desató, hablan de manera incontestable de lo que yo no supe ver, y del tesoro que Xavier López entregó durante medio siglo a cientos de miles de mexicanos.

EL UNIVERSAL